Una vez nos sentamos en la oficina, en uno de
esos momentos de sinceridad extrema que atacan de vez en cuando, a hablar de
nuestros defectos. Si, como si estuviéramos en una reunión de alcohólicos
anónimos empezamos a confesarnos sin
necesidad de un cura. Cosas que no nos gustaban de nuestro cuerpo y aspectos de
nuestra personalidad que considerábamos defectos. Recuerdo que ese día hable de
mi predisposición a ser control freak. Esa manía de la que no me he podido
deshacer, ese freno que piso cada vez que puedo ser feliz, ese salvavidas que
tantas veces me ha librado de cometer errores porque es un error en sí mismo
que no da cabida a nada más.
He planeado tanto que saboteo mis propios
milagros y tengo tanto miedo que me encierro cada vez que hay que saltar al
abismo. Las veces que he saltado ha sido porque la vida no me ha dejado más
opción y aunque es lo mejor que me ha pasado sigo con mi empeño de hacer un
mapa, incluso para destinos que desconozco. Me resistí a cerrar los ojos y
dejarme llevar por la corriente de la vida por temor a terminar en un
acantilado, olvidé que había algo peor. En mis cálculos de una vida perfecta no
tomé en cuenta que es mejor perderse que volver otra vez a posición inicial, justo
donde me encuentro en este momento.
Una vez leí un post donde una estudiante de
maestría que había durado dos años viviendo en Europa decía que regresar a
República Dominicana había sido algo comparable con tragarse una anaconda. Si
al proceso de regresar a tu país le sumas el hecho de volver a casa de tus
conservadores padres, podría decirse que cuento con todo un criadero de
anacondas por dentro.
Como buena experta en hacer planes controlados, hice todo lo que pensé que podía hacer para largarme de nuevo. Estaba dispuesta a someterme al estrés de un programa de máster que consideraba una pérdida de tiempo, pasé un verano sometida a una autoterapia mental para reciclar una ilusión romántica del pasado que siempre sentí que no funcionaría y al final solo me ha tocado ser protagonista y espectadora (porque a veces es menos frustrante si visualizas tu propia vida en tercera persona) de un fracaso tras otro.
Como buena experta en hacer planes controlados, hice todo lo que pensé que podía hacer para largarme de nuevo. Estaba dispuesta a someterme al estrés de un programa de máster que consideraba una pérdida de tiempo, pasé un verano sometida a una autoterapia mental para reciclar una ilusión romántica del pasado que siempre sentí que no funcionaría y al final solo me ha tocado ser protagonista y espectadora (porque a veces es menos frustrante si visualizas tu propia vida en tercera persona) de un fracaso tras otro.
No me quedan cartas bajo la manga, no tengo un
plan y estoy cansada.
Dejar de soñar no es opción pero, cuando te
esfuerzas tanto y nada funciona, soñar
duele. Duele porque pasa el tiempo, te ganan los compromisos, te gana la propia
vida y poco a poco se desvanece la imagen,
el cuadro va perdiendo los colores y se va el encanto incluso de las cosas
buenas que tienes a tu alrededor y no disfrutas por insistir en tirar piedras a
la luna. Entonces no tienes más opción que reinventar los días como en aquella
película en la que cada amanecer era dos de febrero y se repetía exactamente el
mismo día.
Este debe ser el punto que está entre la
negación y la resignación a la que no quisiera llegar, pero de la cual estoy
cada vez más cerca. El momento en el que deja uno de vivir con estrella para
dar la bienvenida a una realidad estrellada, donde te tragas todo el orgullo,
recoges muchas palabras y empiezas a ver si puedes construir algo con las
migajas que un día dejaste caer por considerarlas insignificantes.
Siempre hay una salida, veré la luz en la puerta cuando esté preparada, no cuando yo lo haya programado. Pero antes toca pasar por la inercia que pesa, cuesta y cansa.
Siempre hay una salida, veré la luz en la puerta cuando esté preparada, no cuando yo lo haya programado. Pero antes toca pasar por la inercia que pesa, cuesta y cansa.
Comentarios
Publicar un comentario